El accidente ferroviario de Santiago de Compostela me ha
hecho recordar aquel otro terrible suceso que hace ahora casi diecisiete años,
el 7 de agosto de 1996, se cobró la vida de 87 personas en Biescas, cuando una
gigantesca riada arrasó el campin Las Nieves. Los acontecimientos desmesurados se
parecen entre sí porque producen estupefacción cuando se conocen y porque dejan
un poso amargo de dolor, ausencia y soledad. Las noticias que en la tarde noche
del pasado miércoles llegaban desde la curva de A Grandeira, en Galicia, han
causado el mismo efecto desolador en los corazones de los hombres de bien que
aquel goteo incesante de muertos que los enviados de los medios de comunicación
nos transmitían desde las proximidades del barranco de Arás, al pie del
Pirineo. Hace diecisiete años fue el bramido descontrolado del agua y el barro sobre
los campistas lo que anticipó la dimensión de drama. Esta semana han sido las
imágenes de vagones amontonados y hierros retorcidos, las carreras nerviosas de
las asistencias, las que han dado cuenta de la naturaleza extraordinaria de lo
ocurrido. Las heridas anímicas tardan en sanar más que las físicas. Mariano
Rajoy se comprometía el jueves con los allegados de las víctimas mortales y con
los supervivientes: “Quiero decirles a esas familias y a esos amigos que no van
a estar solos”. Ojalá no haya que recordarle esa promesa más adelante, porque
todos sabemos lo frágil que resulta la memoria política y lo largo que es el
duelo de los afectados por cualquier tragedia.
Heraldo de Aragón - 28/07/2013
Heraldo de Aragón - 28/07/2013