A
propósito de la efímera y polémica irrupción pública, en estos días pasados, de
dos viejas glorias de la política española (José María Aznar y Alfonso Guerra),
se echa de menos en sus manifestaciones una sincera reflexión sobre la calidad
de nuestro sistema democrático. Claro que, seguramente, es como pedir peras al
olmo el pretender que hagan un análisis sereno acerca de la regeneración de la
política quienes tan pagados están de sí mismos. Y sin embargo, la renovación que
tantos ciudadanos demandan es hoy más necesaria que nunca, porque sobre el
sistema penden amenazas que nacen de sus propias debilidades (la crisis de los
partidos es una de ellas) y de su incapacidad para articular una respuesta
adecuada al tsunami económico y a la consiguiente quiebra social. Soy incapaz
de predecir el éxito que aguarda a quienes preconizan un cambio sustancial en
las organizaciones políticas y a los movimientos partidarios de otro sistema.
Pero estoy con Fernando Savater cuando defiende que deberían existir en la política
misma «razones para tener por bueno a quien busca según sus luces el acuerdo
con otros y el bien común» y no su lucro personal. Es esto último, el medro
particular, lo que la ciudadanía reprocha en general a los políticos y lo que
los sitúa en la diana de sus críticas más aceradas. Incluso cuando protagonizan
gestos tan desafortunados como ese de subvencionarse sus consumiciones en el
bar del Congreso con fondos públicos, al tiempo que debaten, pongo por caso,
otra vuelta de tuerca a las depauperadas economías domésticas.
Heraldo de Aragón - 02/06/2013
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